PRIMERA PALABRA:
PADRE, PERDÓNALOS PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN (Lc.23,43)
Jesús cuelga entre el cielo y la tierra clavado en la cruz. Su cuerpo destrozado, y su rostro maltratado por la cruel tortura a la que ha sido sometido. Mas entre los cabellos ensangrentados, coronada su cabeza por espinas, y su rostro hinchado por brutales golpes, emerge su mirada serena y luminosa, que no pude dejar de irradiar amor. Mira con el dolor que brota del amor la traición de su apóstol, la negación de Pedro y el abandono de sus discípulos; mira con dolor el rechazo de un pueblo al que amó hasta el extremo, elegido para ser vehículo a lo largo de la historia del plan divino de salvación. Los insultos, las blasfemias, la injusticia, nada escapa a su mirada doliente.
Pero su mirada trasciende el momento de su dolorosa pasión para recorrer el drama humano marcado por la herida del pecado en todos los tiempos de su historia. Pasan ante sus ojos divinos todas las ofensas de los hombres pasados, presentes y futuros, las trasgresiones a su ley, las injusticias, odios, violencias, egoísmos… En fin, colgado en la cruz su mirada busca a toda la raza humana por la que se inmola en la cruz, para luego elevarse al cielo y exclamar: “Padre, perdónalos…”
Cómo pasar por alto que desde la cruz del Calvario la mirada de amor de Jesús nos alcanzó para implorar de Dios el perdón y la misericordia por nuestros pecados Cómo huir de esa mirada que nos dice “vuelve a mí, déjate amar, deja que mi perdón te cambie, deja que mi sangre limpie tu corazón” Cómo darle la espalda a aquel que siendo la Verdad nos declara ignorantes de nuestras malas acciones al decir “porque no saben lo que hacen”, pues si bien es cierto que somos responsables del mal que hacemos y de que elegimos muchas veces a conciencia hacer el mal, en realidad desconocemos la grandeza del amor infinito de Dios y no sabemos lo que nos arriesgamos a perder por nuestra terquedad de continuar por el camino del error…
Y está Jesús, clavado en la cruz, colgado entre la tierra de nuestro pecado y el cielo de un plan de eterna felicidad ofrecido por Dios. Y su primera palabra es oración que nos obtiene el perdón, pero que también es un llamado convertirnos, a renunciar al mal, a abrimos a su amor, y a abrirnos también a los demás, renunciando a ser jueces de nuestros hermanos.
Señor Jesús, enséñame el significado de tu perdón. Que me deje limpiar por ti. Ayúdame a entregarte mi culpa, sáname del sentirme abrumado por la carga de mis errores y pecados y devuélveme la alegría de sentirme salvado y en comunión contigo. Ayúdame también, a que teniendo como referencia el perdón de Dios, pueda de igual modo perdonar de corazón las ofensas que he recibido, y hazme capaz incluso de poder mirar con tu mirada aquellos que me han hecho mal.
SEGUNDA PALABRA
HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAISO (Lc.23,43)
Con la imaginación, coloquémonos en la escena del Calvario. Sobre un firmamento gris, se divisan tres cruces, de las que cuelgan tres ajusticiados. Jesús es el que está en el centro. Hacia Él miran los otros dos. Lucas, el evangelista de la misericordia, ha situado esta escena aquí, en el Calvario, en el momento cumbre de la Historia de la Salvación. Jesús, como revelador del Padre, antes de morir, nos va a manifestar el núcleo de su misión y del mensaje que el Padre le había encomendado: La Buena Nueva de la Gracia.
Generalmente nos detenemos a ver: cómo Jesús es insultado por los dos malhechores crucificados con Él, y cómo uno de ellos, dando un giro radical en el último momento, se atreve a orar a Jesús pidiéndole el Reino.
Es justo que ante el dolor horrible de aquellos crucificados, se haga esta lectura humanista y sensible. Pero hay algo más. Aquí se nos revela de una manera radiante que éste que muere entre dos malhechores ha venido a juzgar al mundo, y lo hará con un juicio de misericordia. Es verdaderamente el Hijo del Hombre, el que debe venir con el poder y la majestad de Dios. Ante Él el buen ladrón hace una solemne confesión de fe: “Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”.
Reconoce en Jesús al Hijo del Hombre del Apocalipsis, que juzgaría al mundo. Este malhechor reconoce que la Buena Nueva ya ha llegado, que el tiempo de la Gracia está aquí, que Dios no viene para destruir, sino para salvar. En la muerte de Jesús se inicia el juicio último de Dios. Y al buen ladrón se le dieron ojos para contemplarlo como juicio de misericordia. Por eso, pudo escuchar esta palabra de Jesús: “Hoy estará conmigo en el Paraíso”.
Es necesario que nosotros escuchemos y entendamos estas palabras con toda la fuerza y seguridad con que Jesús las pronunció: “Yo te aseguro”. En ellas se manifiesta la autoridad de Jesús.
En la Cruz, realmente, se resume toda la Historia de la Salvación. Lo que un hombre por su rebeldía cerró para todos, por la obediencia de este Hombre la misericordia del Padre lo ha vuelto a abrir a todos: el Paraíso. Y “hoy mismo”, aquí mismo. La humanidad ha quedado restaurada y el Paraíso de nuevo es ofrecido a los hombres. ¿Cómo se realiza esto? Aquí está lo sorprendente: Dios solamente pide la fe.
Fijémonos bien en esta escena del Calvario. Junto a la Cruz de Jesús hay dos hombres crucificados. Ninguno de los dos tiene obras o méritos adquiridos, sino más bien todo lo contrario. Son malhechores, representantes genuinos de la humanidad. Uno de ellos insulta a Jesús; el otro reconoce su pecado y le dice: “Nosotros estamos aquí con razón, porque nos lo hemos merecido con lo que hemos hecho”
En estas dos figuras nos encontramos con el misterio insondable del corazón del hombre: luz y tinieblas, fe e incredulidad, libertad para decidir entre lo uno y lo otro. Uno de los malhechores prefiere quedarse en la tiniebla. El otro, al ver morir a Jesús, encuentra la luz y suplica, con fe, misericordia. Jesús, mirándole seguramente con inmensa ternura, ve en él un pequeño, uno de los suyos, verdadero pobre de los que Él había dicho que es el Reino de los cielos (Lc.18,16), un pecador, a quien se le había dado escuchar el Evangelio de la Gracia.
Lo primero, hermanos, es reconocer el propio pecado, aceptar la pobreza radical, la propia miseria. A los que así actúan Jesús regala el Reino. Así lo había predicado en su vida, y así lo está predicando y ejerciendo en el momento de morir. Hablando con propiedad evangélica, Dios no necesita de nuestras obras para salvarnos. Ahora Jesús da testimonio, el testimonio último y definitivo, la revelación suprema, de que Dios quiere salvar a los hombres por pura gracia. “Por gracia hemos sido salvados”, dice San Pablo (Ef.2,5).
Aquí está el Rey, actuando desde la Cruz. Tiene las llaves para abrir y cerrar. Desde la Cruz ofrece su Reino, el Paraíso del Padre, a los hombres. Pero solamente los pobres, los pecadores que se humillan, han visto en Él al Rey. Él reina sobre el pecado perdonando, lo mismo que reinará sobre la muerte resucitando.
Pues bien, ahora Jesús, el Rey y Señor, establece el juicio definitivo: que el Paraíso Dios lo regala por gracia. Y aquel ladrón lo había entendido. Nunca ningún ladrón ha sido mejor ladrón. Arrebató a Dios el Paraíso, simplemente con un acto de fe, con una mirada de confianza.
Señor y Dios mío, que por mi amor agonizaste en la Cruz y con tanta generosidad correspondiste a la fe del buen ladrón, cuando en medio de tu humillación redentora te reconoció por Hijo de Dios, ten piedad de todos los hombres que están para morir, y de mí cuando me encuentre en el mismo trance: y por los méritos de tu sangre preciosísima, aviva en mí un espíritu de fe tan firme y tan constante que no vacile ante las sugestiones del enemigo, me entregue a tu empresa redentora del mundo y pueda alcanzar lleno de méritos el premio de tu eterna compañía.
TERCERA PALABRA
«MUJER, AHÍ TIENES A TU HIJO. AHÍ TIENES A TU MADRE». (Jn 19,26)
Jesús, viendo a su Madre y junto a al discípulo a quien amaba, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo!’ (Jn 19, 26). Es un acto de ternura y piedad filial, Jesús no quiere que su Madre se quede sola. En su puesto le deja como hijo al discípulo que María conoce como el predilecto. Jesús confía de esta manera a María una nueva maternidad y la pide que trate a Juan como a hijo suyo. Como conclusión de la obra de la Salvación, Jesús pide a María que acepte definitivamente la ofrenda que El hace de Sí mismo como víctima de expiación, y que considere y a Juan como hijo suyo. Al precio de su sacrificio materno recibe esa nueva maternidad.
Ese gesto filial, lleno de valor mesiánico, va mucho más allá de la persona del discípulo amado, designado como hijo de María. Jesús quiere dar a María una descendencia mucho más numerosa, quiere instituir una maternidad para María que abarque a todos sus seguidores y discípulos de entonces y de todos los tiempos. El gesto de Jesús tiene, pues, un valor simbólico. No es sólo un gesto de carácter familiar, como el de un hijo que se ocupa de la suerte de su madre, sino que es el gesto del Redentor del mundo que asigna a María, como ‘mujer’ un papel de maternidad nueva con relación a todos los hombres, llamados a reunirse en la Iglesia. En ese momento, pues, María es constituida, y casi se diría ‘consagrada’, como Madre de la Iglesia desde lo alto de la cruz.
Se trata ciertamente de una maternidad espiritual, que se realiza según la tradición cristiana y la doctrina de la Iglesia, en el orden de la gracia. ‘Madre en el orden de la gracia’ la llama el Concilio Vaticano II (Lumen Gentium 61). Por tanto, es esencialmente una maternidad ‘sobrenatural’, que se inscribe en la esfera en la que opera la gracia, generadora de vida divina en el hombre. Por tanto, es objeto de fe, como lo es la misma gracia con la que está vinculada, pero no excluye, sino que incluso comporta todo un florecer de pensamientos, de afectos tiernos y suaves, de sentimientos vivísimos de esperanza, confianza, amor, que forman parte del don de Cristo.
Jesús, que había experimentado y apreciado el amor materno de María en su propia vida, quiso que también sus discípulos pudieran gozar a su vez de ese amor materno como componente de la relación con El en todo el desarrollo de su vida espiritual. Se trata de sentir a María como Madre y de tratarla como Madre, dejándola que nos forme en la verdadera docilidad a Dios, en la verdadera unión con Cristo, y en la caridad verdadera con el prójimo.
El Evangelista dice, en efecto, que Jesús ‘luego dijo al discípulo:! Ahí tienes a tu madre!’ (Jn 19, 27). Dirigiéndose al discípulo, Jesús le pide expresamente que se comporte con María como un hijo con su madre. Al amor materno de María deberá corresponder un amor filial. Puesto que el discípulo sustituye a Jesús junto a María, se le invita a que a ame verdaderamente como madre propia. Es como si Jesús dijera: ‘Ámala como la he amado yo’. Y ya que, en el discípulo, Jesús ve a todos los hombres a los que deja ese testamento de amor, para todos vale la petición de que amen a María como Madre. En concreto, Jesús funda con esas palabras suyas el culto mariano de la Iglesia, a la que hace entender, por medio de Juan, su voluntad de que María reciba un sincero amor filial por parte de todo discípulo del que ella es madre por institución de Jesús mismo. La importancia del culto mariano, querido siempre por la Iglesia, se deduce de las palabras pronunciadas por Jesús en la hora misma de su muerte.
CUARTA PALABRA
«DIOS MIO, DIOS MIO, ¿POR QUE ME HAS ABANDONADO? (Mt 27, 46)
Abandonado por casi todos los suyos, traicionado y renegado por los discípulos, rodeado por los que le insultan, Jesús está bajo el peso aplastante de una misión que debe pasar por la humillación y el aniquilamiento y en la que llama la atención lo que escribe San Mateo antes de esas palabras: “Y hacia la hora nona clamó Jesús con una gran voz, diciendo: Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado? Cómo pudo, en medio de aquella agonía, experimentando la debilidad que padecía hablar tan alto, cómo pudo gritar? Con sus Palabras quiso manifestar que su muerte fue la más amarga de las muertes, ya que mientras los mártires eran aliviados en sus tormentos con divinos consuelos, Él, como Rey de los mártires, quiso morir privado de todo alivio y sostén, satisfaciendo a la divina justicia por todos los pecados de los hombres.
Estas Palabras: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, recordaban el comienzo de uno de los salmos más profundos del salterio, el salmo 22, que Él, como buen judío, conocía muy bien, donde se presenta la figura de un “inocente perseguido y rodeado de adversarios que quieren su muerte; él recurre a Dios en un lamento doloroso que, en la certeza de la fe, se abre misteriosamente a la alabanza.”
En ese momento de dolor y sufrimiento, estas Palabras en boca de Jesús expresan “toda la desolación del Mesías, Hijo de Dios, que está afrontando el drama de la muerte, una realidad totalmente contrapuesta al Señor de la vida”. Sin embargo, Jesús en aquel angustioso momento no fue abandonado de la divinidad ni privado de la visión beatífica, sólo se sintió privado del consuelo sensible con que suele el Señor sostener en la prueba a sus más leales servidores y por eso cayó en un abismo de tinieblas, temores y amarguras y otras penas que nuestros pecados habían merecido. Él llevaba sobre sí nuestros pecados y los pecados del mundo entero, Él, el más santo de todos los hombres, allí en la Cruz exhaló ese lamento no para demostrar su desesperación, sino la amargura que experimentaba al morir privado de todo consuelo. Ese desamparo de Jesús fue el mayor tormento de su Pasión.
Jesús, Señor y Dios mío, tus lágrimas y oraciones, así como tu voz recia nos dan a entender cuanto te costó inclinar a nuestro favor la Misericordia Divina. Tú que por amor a mí agonizaste en la Cruz, experimentando tormento tras tormento, dolores en tu cuerpo, aflicción interior y el abandono de tu Eterno Padre, concédenos la gracia que cuando nos veamos desolados de espíritu y privados de la presencia sensible de la divinidad, en momentos de dolor, sufrimiento, enfermedad, oscuridad, allí Señor, podamos unir nuestra desolación a la que Tú padeciste en la hora de tu muerte por amor a cada uno de nosotros, recordando en todo momento que nunca te apartas de nuestro corazón y siempre estarás junto a nosotros asistiéndonos con las gracias interiores que más estemos necesitando. Señor, Ten piedad de todos los hombres que están agonizando, y de mí cuando me encuentre también en la agonía; y por los méritos de tu preciosísima sangre, concédeme que sufra con paciencia todos los sufrimientos, soledades y contradicciones de una vida en tu servicio, para que siempre unido a Ti en mi combate hasta el fin, comparta contigo lo más cerca de Ti, tu triunfo eterno. AMÉN.
QUINTA PALABRA
«TENGO SED» (Jn 19,28)
Jesús en la cruz, adolorido, tratando de observar todo lo que está sucediendo a su alrededor, solo ve aquello por lo cual vino al mundo. Lo ve carente de amor, incapaz de recibir aquel que es: TODO amor y por quien, por AMOR, todo fue hecho.
Ve cercano lo que ha sido profetizado por los que vinieron antes que él y lo dicho por el mismo. Quiere y desea que se cumpla lo que se ha escrito.
Indiscutiblemente su cuerpo, que ha perdido mucha sangre, que no ha comido ni bebido nada desde que estuvo con los apóstoles en el cenáculo, le pide lo que cualquier humano pensaría: tiene sed y quiere agua.
Pero él que es toda oración con el Padre y que nos enseñó siempre a estar en comunicación con El, no deja de orar viendo que se cumplen lo profetizado en él cómo el Salmo 22(21) “..de mi se burlan, hacen muecas y mueven la cabeza..” y con Salmo 69(68) cuando le dan vinagre.
La última copa que él anunció que no tomaría, hasta que esté con ellos en el “Reino de su Padre” (Mateo 26,29), es esa la copa que tanto anhela, es la del cumplimiento de que él se entregaría por todos, para nuestra salvación.
Sabe que su final está cerca, en las próximas palabras que el pronunció lo sabremos.
Reflexionemos nosotros también esas palabras, para que en nosotros también tengamos esa sed de que se cumpla todo lo que estuvo escrito y lo anunciado por él, como, por ejemplo: Que todos seamos uno como Él es uno como el Padre (Juan 17,21) y que nos amemos los unos a los otros como él nos amó. (Juan 13,34).
SEXTA PALABRA
“TODO ESTÁ CONSUMADO” (Jn 19,30)
Según el Evangelio de San Juan, Jesús pronunció estas palabras poco antes de expirar. Fueron las últimas palabras. Manifiestan su conciencia de haber cumplido hasta el final la obra para la que fue enviado al mundo (Jn 17, 4). Es el broche de oro que corona el programa de su vida: cumplir la Escritura haciendo siempre la voluntad del Padre.
Es una declaración de victoria. Cristo había cumplido su misión, había conseguido el propósito para el que fue enviado – la salvación de su pueblo. Con su obediencia perfecta, Jesucristo cumplió la ley en toda su totalidad.
Durante su vida Jesús guardó la ley en toda su perfección, es lo que llamamos ‘obediencia activa’; en su muerte de cruz, Jesús llevó el castigo que requería la ley de todos aquellos que rompían sus ordenanzas. Jesús logró ambas cosas a favor nuestro. Por medio de su vida y su muerte podemos ser justificados delante del Dios padre. Somos justos porque su justicia es contada a nosotros por medio de la fe. Somos libres de condenación porque la culpa por todos nuestros pecados fue puesta sobre la espalda de Cristo y por eso podemos ser libres de condenación. Cristo hizo una obra completa, no solamente nos quitó la culpa de nuestra cuenta, sino que también nos aseguró la vida eterna.
Estas palabras manifiestan la conciencia de haber cumplido hasta el final la obra para la que fue enviado al mundo: dar la vida por la salvación de todos los hombres. Jesús ha cumplido todo lo que debía hacer. Vino a la tierra para cumplir la voluntad de su Padre. Y la ha realizado hasta el fondo. Le habían dicho lo que tenía que hacer. Y lo hizo. Le dijo su Padre que anunciara a los hombres la pobreza, y nació en Belén, pobre. Le dijo que anunciara el trabajo y vivió treinta años trabajando en Nazaret. Le dijo que anunciara el Reino de Dios y dedicó los tres últimos años de su vida a descubrirnos el milagro de ese Reino, que es el corazón de Dios.
Estas últimas Palabras “Todo está cumplido”. Nos dicen, sobre todo, Él ha realizado la obra que el Padre le había encomendado: Revelarnos que existe un Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Que el Padre creó todo lo que existe por su Hijo (Jn.1,3) y todo era bueno (Gn.1,31). Que, a lo largo del tiempo, “habló de muchas formas a nuestros padres… (Hbr.1,1-2). Y, por fin, en la plenitud de los tiempos, nos ha hablado por medio de su Hijo, hecho como uno de nosotros. Este Hijo nos ha hablado con palabras como las nuestras y con una vida igual que la nuestra.
La vida del hombre no es sólo: nacer, vivir y morir, como muchos creen. La vida del hombre es: nacer, vivir, morir y resucitar. Por el miedo a morir se dan todos los atropellos en la historia de los hombres.
“Todo está consumado”, ha dicho Jesús. Ya nos ha revelado el corazón de Dios y su Plan de Salvación sobre los hombres. En el alma de Jesús ya empieza a descender la paz. Y con esta paz va a entrar en la muerte para revelarnos lo último y más grande: la Resurrección, que no es la vuelta a esta vida, sino la entrada en la plenitud de la vida, en Dios, para toda la eternidad.
SEPTIMA PALABRA
«PADRE, EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU» (LC 23, 46)
Jesús pudo haberse quedado en el dolor físico, que le causaban las heridas, el maltrato recibido a su cuerpo, el desaliento del rechazo de un entorno por el juicio humano, tratado como un delincuente. Más bien nos muestra el culmen de toda su humildad e inocencia que fue parte de su forma de ser desde que entra a este mundo, hasta que se despide con estas palabras. Nos enseña hasta el último momento, que lo que lo ha traído a la encarnación es de igual significado que en la muerte y es… el AMOR. Jesús sintiendo ese Amor Divino vuelve al Padre con la certeza de que están sus manos extendidas dándole el abrazo que supera todo. Nos deja en estas palabras la dimensión de la Fe que acompaña a Jesús hacia el encuentro con el Padre, y nos deja como testamento ser testigos de que nosotros como sus hermanos menores nos acercamos a la Fe cuando encomendamos nuestro proceder, nuestros pensamientos, nuestro cuerpo, y nuestra alma a la Voluntad de Dios. Es en ese morir a nuestra voluntad cuando entregamos nuestro espíritu a Dios, que prevalece en nosotros en su Voluntad. En Jn (10,18) Jesús nos dice: “Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente”, Pausa de silencio.
Oración
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46)
Mi Dios llego a ti, con la misma humildad que llego tu hijo Jesús en la Cruz y encomendó en tus manos su espíritu. Pongo en tus manos mi vida, mi alma y mi espíritu para que siempre estén bajo tu protección divina, y bajo tu manto señor.
Te pido intercedas, en este momento de angustias de la humanidad, para restablecer la salud de nuestros hermanos, que han sido tomados por esta pandemia y por tantas otras enfermedades.
Libéranos, Señor de esta situación, de salud de la humanidad, y permítenos aprender lo que necesitamos corregir, para cuidar y valorar la vida que nos diste, y el planeta que nos asignaste para que cuidáramos y valoráramos.
Se tú mismo Señor, con todos tus Ángeles, el que este al lado de tantas personas, que están muriendo en este momento, en soledad, producto de esta pandemia. Extiende tu mano piadosa y permíteles que encomienden su espíritu, para estar junto a ti. Perdona sus pecados y libera de ataduras humanas sus almas Señor.
Y hoy señor con la fe profunda en tu resurrección, encomiendo mi espíritu, y al mundo entero con la firme convicción de que pondrás tu mano y salvaras a tu pueblo Señor, Amen.
1 Padre Nuestro, 1 Ave María, 1 Gloria
Citas bíblicas / Jn (10,18); Lc (23,46).
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